Desearía que hiciera frío pero no
es así. Camino con mis manos encerradas en los bolsillos de mis pantalones
negros mientras pienso por qué no puedo comprar el frío con mi abundante
dinero. Siempre he pensado que el dicho de que el dinero no da la felicidad era
falso. O al menos eso pensaba.
Nací en una
familia de clase baja, diría clase media pero sería mentirme a mí mismo, como
lo hacen millones de personas hoy en día. Un buen día la suerte me sonrió y
conocí a la persona más influyente de esta ciudad que no dudó en elevarme por
encima de miles de cabezas. He llegado a ver las dos caras de la moneda y, por
eso mismo, sé que el mundo en el que vivo es frío y carece de sentido. Tardé en
darme cuenta pero el dicho tenía razón al fin y al cabo. Cuando ya creí haber
saciado mi sed mi cuerpo me pedía algo que jamás estaría al alcance de ningún
solo hombre o mujer.
Escucho a
lo lejos un par de maleantes. Quizás eso necesite, algo de riesgo y acción en
mi monótona vida. No les conozco, ni sabré nunca sus nombres, pero en parte
envidio a esa lacra social que llenan de miedos e incógnitas las vidas de gente
ajena. Al igual que la gente de la clase baja, que siempre está aspirando a
tener una vida como la mía. Posiblemente jamás la conseguirán, pero ese deseo
les hace despertarse cada día con un objetivo por el que luchar.
Al fin
encuentro a los individuos que tanto escándalo están haciendo en la ciudad. Son
un par de idiotas asustando a un par de niños y a una joven. Hay algo que me
despierta el interés que creí haber perdido años atrás. ¡La chica está
peleándose con esos imbéciles! Sabe cómo darles puñetazos y patadas –no debe de
ser su primer conflicto callejero–, pero para su mala suerte está en
desventaja. Los dos varones son corpulentos y le superan en fuerza.
Al
principio pienso en evadirme del lugar, no tiene gracia meterse en una pelea ya
iniciada. Sin embargo, antes de retroceder, observo el rostro de la chica y
siento algo de envidia. ¡Yo también quiero participar!
***
De la
esquina donde dejé a Lara asoma un hombre alto de traje. Aunque su voluntad no
parece tan férrea como debería, su figura avanza hacia nosotros
irreductiblemente tras una mirada primero insegura y luego vehemente. No sé qué
pensamientos han efectuado tal cambio ni por qué una seguridad recién nacida
provoca la huida de los hombres sucios de tizne. Antes de poder articular
palabra, devuelve las bolsas a los niños que huyen aterrorizados, como si
nosotros también fuéramos aquellos que se las habían arrebatado.
Luego,
simplemente le agradezco con una palabra aquella oportuna salvación, mientras
le observo y pienso si realmente él es así o quiere serlo. No cabe duda de que,
en cualquier caso, lo ha sido, y eso le convierte en alguien necesario y
fascinante. Siete personas pasaron junto a Lara, todas fijaron sus ojos quebrados
y pávidos por un segundo en nuestra escena, y todas pasaron, veloces o
contenidas, sin una reacción más allá de la contracción de sus pupilas.
El hombre
de traje, aunque esconda mil contrariedades, hoy ha sido alguien definido y
único. Su rostro ahora está ajeno a todo, como si no se supiera dueño de sí
mismo, como si su heroicidad fuera algo al margen de sus posibilidades, de su
concepción del mundo y de los hombres. Aunque se encuentre lejos de lo que es o
era, se advierte en él una satisfacción secreta. Observo que no solo el hecho
en sí le provoca aquel bienestar, sino que algo más profundo ha girado en él
como la cuerda de un reloj atascado e inerte.
Sin una
palabra le abandono en su reencuentro, regreso con Lara a casa. A pesar de
todo, la ciudad sigue tan espléndida como siempre. Me pregunto si es ella, si
siempre ha sido ella, o el hombre de traje, las personas que la habitan y
recorren, las que salvan, besan, muerden, viven y observan los colores del río
en la noche desde los tejados.
Alberto Porta y yo
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