Ansiando alejarme de las risas y
habladeras de la muchedumbre, busco salir al balcón del ático para tomar el
aire. Entre disculpas y promesas a corto plazo consigo salir al exterior y
disfrutar de unas vistas que no dejan de asombrarme. Desde mi ubicación puedo
apreciar cada detalle de la ciudad esculpida bajo mis pies. La luz de los
edificios, los vehículos y las farolas pretenden engañar a todos los viandantes
para que no anhelen la luz del sol. Para algunos todavía quedan muchas horas de
trabajo. Para otros afortunados como yo, todavía quedan muchas horas de celebración.
Acepto de un pulcro camarero una copa de vodka blanco triple destilado, vuelvo
a mi privilegiada posición y ladeo la cabeza, como si estuviera haciendo una
panorámica con uno de mis numerosos productos tecnológicos.
Para muchas
de estas personas –que hoy se encuentran celebrando que son más ricos– lo que
hay bajo el ático no es más que un escenario donde jugar con sus títeres. Para
mí tampoco significa mucho lo que tengo enfrente no obstante, en cierta parte,
siento hasta lástima por los que viven allí. Suspiro resignado, dejo mi copa en
una mesita cerca del jacuzzi y opto por dar un paseo en tierra firme. No creo
que levante sospechas puesto que nadie me echará de menos. Antes llorarían por
la pérdida de mi dinero.
***
A
veces me pregunto si Lara piensa el mundo además de verlo. Ahora que pasea a mi
lado, con sus ojos de jaspe brillantes como el sol, parece casi cierto que
conoce todos los secretos de la Tierra. Por lo menos los míos.
Me pesan los días, los planes. Cada noche recuerdo el mes de
abril de hace dos años, cuando me fui de casa en un arrebato de ambición y
orgullo. Ahora que era el tiempo de la plenitud, me encuentro así. Vivo en
aquella calle que desde aquí se observa opaca y triste, con árboles pero sin
apenas ventanas en las fachadas, y una fuente donde a veces bebe Lara, mojando
el suelo y mis zapatos.
A pesar de esa calle que me encierra en su perpetua noche,
toda la ciudad me salva. Al cruzar la esquina se esconde un universo de luces,
un río que parece el Rhône, un tiovivo, una terraza en la que sirven sándwiches
tibios que me recuerda a una brasserie
muchos años atrás.
Esta ciudad me atrapa porque son muchas ciudades. Por eso
vine de allá, porque quería vivir rodeada de todos mis viajes, los milagros de
Francia pero también los jacarandás de la 9 de Julio. Aquí se encierran los
recuerdos más hermosos y la ciudad, aunque no me haya dado lo que buscaba, me
eleva por encima de todo lo que dejé atrás.
Parecen las orejas de Lara diferentes, sus ojos fijos en
aquel callejón dicen que es necesario acercarse y hacer algo. Cuando llego, hay
dos niños no muy pequeños que lloran y dos hombres cenicientos con dos bolsas
llenas de chapas y parches. Voy hasta ellos porque no hay otra opción, Lara
espera como siempre, echada y con los ojos vigilantes, expectante.
Aunque deba intentar solucionar aquel perjuicio, sé que,
evidentemente, es inútil.
Alberto Porta y yo
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