miércoles, 8 de junio de 2011

Horacio busca siempre un montón de cosas

27

—Oh, Pola —dijo la Maga—. Yo sé más de ella que Horacio.
—¿Sin haberla visto nunca, Lucía?
—Pero si la he visto tanto —dijo la Maga impaciente—. Horacio la traía
metida en el pelo, en el sobretodo, temblaba de ella, se lavaba de ella.
—Etienne y Wong me han hablado de esa mujer —dijo Gregorovius—. Los
vieron un día en una terraza de café, en Saint-Cloud. Sólo los astros saben qué
podía estar haciendo toda esa gente en Saint-Cloud, pero así sucedió. Horacio la
miraba como si fuera un hormiguero, parece. Wong se aprovechó más tarde para
edificar una complicada teoría sobre las saturaciones sexuales; según él se podría
avanzar en el conocimiento siempre que en un momento dado se lograra un
coeficiente tal de amor (son sus palabras, usted perdone la jerga china) que el
espíritu cristalizara bruscamente en otro plano, se instalara en una surrealidad.
¿Usted cree, Lucía?
—Supongo que buscamos algo así, pero casi siempre nos estafan o estafamos.
París es un gran amor a ciegas, todos estamos perdidamente enamorados pero
hay algo verde, una especie de musgo, qué sé yo. En Montevideo era igual, una
no podía querer de verdad a nadie, en seguida había cosas raras, historias de
sábanas o pelos, y para una mujer tantas otras cosas, Ossip, los abortos, por
ejemplo, en fin.
—Amor, sexualidad. ¿Hablamos de lo mismo?
—Sí —dijo la Maga—. Si hablamos de amor hablamos de sexualidad. Al revés
ya no tanto. Pero la sexualidad es otra cosa que el sexo, me parece.
—Nada de teorías —dijo inesperadamente Ossip—. Esas dicotomías, como
esos sincretismos... Probablemente Horacio buscaba en Pola algo que usted no le
daba, supongo. Para traer las cosas al terreno práctico, digamos.
—Horacio busca siempre un montón de cosas —dijo la Maga—. Se cansa de
mí porque yo no sé pensar, eso es todo. Me imagino que Pola piensa todo el
tiempo.
—Pobre amor el que de pensamiento se alimenta —citó Ossip.
—Hay que ser justos —dijo la Maga—. Pola es muy hermosa, lo sé por los ojos
con que me miraba Horacio cuando volvía de estar con ella, volvía como un
fósforo cuando se lo prende y le crece de golpe todo el pelo, apenas dura un
segundo pero es maravilloso, una especie de chirrido, un olor a fósforo muy
fuerte y esa llama enorme que después se estropea. El volvía así y era porque
Pola lo llenaba de hermosura. Yo se lo decía, Ossip, y era justo que se lo dijera.
Ya estábamos un poco lejos aunque nos seguíamos queriendo todavía. Esas cosas
no suceden de golpe, Pola fue viniendo como el sol en la ventana, yo siempre
tengo que pensar en cosas así para saber que estoy diciendo la verdad. Entraba
de a poco, quitándome la sombra, y Horacio se iba quemando como en la
cubierta del barco, se tostaba, era tan feliz.
—Nunca hubiera creído. Me pareció que usted... En fin, que Pola pasaría
como algunas cosas. Porque también habría que nombrar a Françoise, por
ejemplo.
—Sin importancia —dijo la Maga, echando la ceniza al suelo—. Sería como si
yo citara a tipos como Ledesma, por ejemplo. Es cierto que usted no sabe nada de
eso. Y tampoco sabe cómo terminó lo de Pola.
—No.
—Pola se va a morir —dijo la Maga—. No por los alfileres, eso era una broma
aunque lo hice en serio, créame que lo hice muy en serio. Se va a morir de un
cáncer de pecho.
—Y Horacio...
—No sea asqueroso, Ossip. Horacio no sabía nada cuando dejó a Pola.
—Por favor, Lucía, yo...
—Usted sabe muy bien lo que está diciendo y queriendo aquí esta noche,
Ossip. No sea canalla, no insinúe siquiera eso.
—¿Pero qué, por favor?
—Que Horacio sabía antes de dejarla.
—Por favor —repitió Gregorovius—. Yo ni siquiera...
—No sea asqueroso —dijo monótonamente la Maga—. ¿Qué gana con querer
embarrar a Horacio? ¿No sabe que estamos separados, que se ha ido por ahí, con
esta lluvia?
—No pretendo nada —dijo Ossip, como si se acurrucara en el sillón—. Yo no
soy así, Lucía, usted se pasa la vida malentendiéndome. Tendría que ponerme de
rodillas, como la vez del capitán del Graffin, y suplicarle que me creyera, y que...
—Déjeme en paz —dijo la Maga—. Primero Pola, después usted. Todas esas
manchas en las paredes, y esta noche que no se acaba. Usted sería capaz de
pensar que yo la estoy matando a Pola.
—Jamás se me cruzaría por la imaginación...
—Basta, basta. Horacio no me lo perdonará nunca, aunque no esté enamorado
de Pola. Es para reírse, una muñequita de nada, con cera de vela de Navidad,
una preciosa cera verde, me acuerdo.
—Lucía, me cuesta creer que haya podido...
—No me lo perdonará nunca, aunque no hablamos de eso. Él lo sabe porque
vio la muñequita y vio los alfileres. La tiró al suelo, la aplastó con el pie. No se
daba cuenta de que era peor, que aumentaba el peligro. Pola vive en la rue
Dauphine, él iba a verla casi todas las tardes. ¿Le habrá contado lo de la
muñequita verde, Ossip?
—Muy probablemente —dijo Ossip, hostil y resentido—. Todos ustedes están
locos.
—Horacio hablaba de un nuevo orden, de la posibilidad de encontrar otra
vida. Siempre se refería a la muerte cuando hablaba de la vida, era fatal y nos
reíamos mucho. Me dijo que se acostaba con Pola y entonces yo comprendí que a
él no le parecía necesario que yo me enojara o le hiciera una escena. Ossip, en
realidad yo no estaba muy enojada, yo también podría acostarme con usted
ahora mismo si me diera la gana. Es muy difícil de explicar, no se trata de
traiciones y cosas por el estilo, a Horacio la palabra traición, la palabra engaño lo
ponían furioso. Tengo que reconocer que desde que nos conocimos me dijo que
él no se consideraba obligado. Yo hice la muñequita porque Pola se había metido
en mi pieza, era demasiado, la sabía capaz de robarme la ropa, de ponerse mis
medias, usarme el rouge, darle la leche a Rocamadour.
—Pero usted dijo que no la conocía.
—Estaba en Horacio, estúpido. Estúpido, estúpido Ossip. Pobre Ossip, tan
estúpido. En su canadiense, en la piel del cuello, usted ha visto que Horacio tiene
una piel en el cuello de la canadiense. Y Pola estaba ahí cuando él entraba, y en
su manera de mirar, y cuando Horacio se desnudaba ahí, en ese rincón, y se
bañaba parado en esa cubeta, ¿la ve, Ossip?, entonces de su piel iba saliendo
Pola, yo la veía como un ectoplasma y me aguantaba las ganas de llorar
pensando que en casa de Pola yo no estaría así, nunca Pola me sospecharía en el
pelo o en los ojos o en el vello de Horacio. No sé por qué, al fin y al cabo nos
hemos querido bien. No sé por qué. Porque no sé pensar y él me desprecia, por
esas cosas.