La historia va de que alguien hace algo para destruirlo todo, para desestabilizar tu futuro inmediato, lo único que tienes. Luego, cuando ya no queda nada, afirmas y reafirmas la arbitrariedad de cualquier cosa, empezando por ti mismo y acabando por el mundo, la tarde, la cena, los ovnis, el por qué en una ciudad sí y en otra no. Y todo te empuja a caer y caer y caer en la ridiculez más absorbente, que hace reír y llorar (más llorar que reír).
La historia sigue cuando, ya ridículo completo, observas que, aunque el futuro inmediato de hace un minuto ya no está, hay otro futuro inmediato diferente. Porque siempre hay un futuro inmediato, aunque no lo quieras por no ser el que esperas o aunque prefieras no tener uno. En el momento en que descubres que sea como sea y bajo cualquier circunstancia hay un futuro inmediato, ya todo cambia.
La ridiculez permanece, como no podría ser de otra manera, pero no las ganas de llorar (que sí, tal vez, las de reír). Y todo cambia como si de repente una gran flor se abriese, perfumada, para recordarte que estás vivo.
Cuando se destruye tu futuro inmediato pero descubres que, sea como sea, siempre queda uno, simplemente intentas mejorar el que tenías previsto.
Sencillamente intentas superar tu felicidad preconcebida acercándote, un poco más, a todo lo sublime.
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