Hoy me he vuelto a encontrar con el jovencito de mármol, el que soñé en abril. El del cuello imposible, que continúa aún hoy en su mismo lugar.
Es terriblemente fácil inyectarse felicidad y no despertar nunca. Pasas los días viviendo entre miradas ajenas, vapor y mármol. Entiendo a la perfección a la gente que escoge el camino fácil de permanecer en ese estado por muchos años.
Aunque el placer es inmenso, su presencia en mí me convierte en un ser inútil e inocuo. Aunque sea lo más cercano a la plenitud, prefiero los conflictos terrestres, las vidas de este lado del mundo. No obstante, mentiría si afirmo que, cuando me encuentro en lo más profundo del dulce abismo, no lo dejaría todo por vivir la vida que él promete.
Todo esto me recuerda al universo del Host Club japonés. Es fascinante y a la vez terrible, es una droga mucho más fuerte. Es el engaño en su modo extremo por obtener lo que siempre soñaste (un hombre hermoso y rico, que te ama como a nadie) aún sabiendo que lo último no es cierto. Es un hombre hermoso como un dios, rico hasta la locura, que no puede amar porque está sumergido en el dinero, en el alcohol, en las drogas, en la ambición. Cuando observas a un host en su trabajo, si realmente lo observas, tras el maquillaje y la piel de seda, tras la sonrisa perfecta y su rostro enamorado, puedes ver la huella del horror. La huella de la desgracia, de la desesperación, de la mentira. Si entras a un Host Club ajena a su droga, ves el infierno y sus jóvenes encadenados. Es una terrible agonía.
A pequeña o a gran escala, la droga del amor vacío y sus promesas es un enemigo atroz. Puede robarte días, meses o años. Puede robarte toda tu vida.
En el mundo real existen cosas más hermosas que la falsa hermosura.
Si alguna vez cruzo al otro lado recordaré el rostro de todas las víctimas.
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